miércoles

El escritor argentino y la tradición

Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores y reproducida en el libro Discusión, J.L. Borges (Madrid, Alianza, 1997)

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.
Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.
Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.
Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una astucia.
Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.
Sospecho que hay un grave error en esta afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poseía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y así, Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.
Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.
Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión del color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.
Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-, cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehuye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.
El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las orillas; éstos rehuyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.
La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentino y en color local argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no están el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.
Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: "…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores / quieren decir que están enamorados".
Aquí parece inevitable condenar: "El sol en los tejados y en las ventanas brilla". Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados, sino azoteas; "ruiseñores quieren decir que están enamorados"; el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Blanchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.
Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.
Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama "La muerte y la brújula" que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.
Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.
Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.
Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.
Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.
Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; "por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental"; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.
Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.
Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.
Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.
Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores.

jueves

Arte de injuriar

Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard. Ese temor lo obligará a especiales desvelos, de los que suele prescindir en otras ocasiones más cómodas. Se querrá invulnerable, y en determinadas páginas lo será. El cotejo de las buenas indignaciones de Paul Groussac y de sus panegíricos turbios –para no citar los casos análogos de Swift, de Johnson y de Voltaire– inspiró o ayudó esa imaginación. Ella se disipó cuando dejé la complacida lectura de esos escarnios por la investigación de su método.

Advertí en seguida una cosa: la justicia fundamental y el delicado error de mi conjetura. El burlador procede con desvelo, efectivamente, pero con un desvelo de tahur que admite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo constelado de personas bicéfalas. Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el truco. El polemista no es menos convencional. Por lo demás, ya las recetas callejeras de oprobio ofrecen una ilustrativa maquette de lo que puede ser la polémica. El hombre de Corrientes y Esmeralda advina la misma profesión en las madres de todos, o quiere que se muden en seguida a una localidad muy general que tiene varios nombres, o remeda un tosco sonido –y una insensata convención ha resuelto que el afrentado por esas aventuras no es él, sino el atento y silencioso auditorio. Ni siquiera un lenguaje se necesita. Morderse el pulgar o tomar el lado de la pared (Sampson: I will take the wall o f any man or maid o f Montague's. Abram: Do you bite your thumb at us, sir?) fueron, hacia 1592, la moneda legal del provocador, en la Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupanares y reñideros de osos en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catalán y la exhibición de la lengua rinden ese servicio.

Otra denigracion muy general es el término perro. En la noche 146 del Libro de las mil noches y una, pueden aprender los discretos que el hijo del león fue encerrado en un cofre sin salida por el hijo de Adán, que lo reprendió de este modo: El destino te ha derribado y no te pondrá de pie la cautela, oh perro del desierto.

Un alfabeto convencional del oprobio define también a los polemistas. El título señor, de omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres, es denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre, a refutar cada una de sus metáforas. A la primer aplicación de doctor, muere el semidiós y queda un vano caballero argentino que usa cuellos postizos de papel y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de una interrupción en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser humano. Pero los sonetos quedan también, con música que espera. (Un italiano, para despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi una adulación, pues equivalía a desconocer que no fal¬tan argumentos auténticos contra Goethe. )

Cometer un soneto, emitir artículos. El lenguaje es un repertorio de esos convenientes desaires, que hacen el gasto principal en las controversias. Decir que un literato ha expelido un libro o lo ha cocinado o gruñido, es una tentación harto fácil; quedan mejor los verbos burocráticos o tenderos: despachar, dar curso, expender. Esas palabras áridas se combinan con otras efusivas, y la vergüenza del contrario es eterna. A una interrogación sobre un martillero que era, sin embargo, declamador, alguien inevitablemente comunicó que estaba rematando con energía la Divina Comedia. El epigrama no es abrumadoramente ingenioso, pero su mecanismo es típico. Se trata (como en todos los epigramas) de una mera falacia de confusión. El verbo rematar (redoblado por el adverbio con energía) deja entender que el acriminado señor es un irreparable y sórdido martillero, y que su diligencia dantesca es un disparate. El auditor acepta el argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento. Bien formulado, tendría que negarle su fe. Primero, declamar y subastar son actividades afines. Segundo, la antigua vocación de declamador pudo aconsejar las tareas del martillero, por el buen ejercicio de hablar en público.

Una de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fernández ni por Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversión incondicional de los términos. Según esa receta famosa, el médico es inevitablemente acusado de profesar la contaminación y la muerte; el escribano, de robar; el verdugo, de fomentar la longevidad; los libros de invención, de adormecer o petrificar al lector; los judíos errantes, de parálisis; el sastre, de nudismo; el tigre y el caníbal, de no perdonar el ruibarbo. Una variedad de esa tradición es el dicho inocente, que finge a ratos admitir lo que está aniquilando. Por ejemplo: El festejado catre de campaña debajo del cual el general ganó la batalla. O: Un encanto el último film del ingenioso director René Clair. Cuando nos despertaron...

Otro método servicial es el cambio brusco. Verbigracia: Un joven sacerdote de la Belleza, una mente adoctrinada de luz helénica, un exquisito, un verdadero hombre de gusto (a ratón). Asimismo esta copla de Andalucía, que en un segundo pasa de la información al asalto:

Veinticinco palillos tiene una silla, ¿Quieres que te la rompa En las costillas?

Repito lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argumentos necesariamente confusos. Vindicar realmente una causa y prodigar las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén, no son actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie las ha conjugado hasta ahora. Busco ejemplos ilustres. Empeñado en la demolición de Ricardo Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los literatos de Buenos Aires han paladeado. Es así cómo, verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos... Groussac, en ese buen malhumor, cumple con el más ansioso ritual del juego satírico. Simula que lo apenan los errores del adversario (después de oídos con resignación); deja entrever el espectáculo de una cólera brusca (primero la palabra mamotreto, después la mole); se vale de términos laudatorios para agredir (esa historia copiosa) en fin, juega como quien es. No comete pecados en la sintaxis, que es eficaz, pero sí en el argumento que indica. Reprobar un libro por el tamaño, insinuar que quién va a animársele a ese ladrillo y acabar profesando indiferencia por las zonceras de unos chinos y unos mulatos, parece una respuesta de compadrito, no de Groussac.

Copio otra celebrada severidad del mismo escritor: Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar «impresión» en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino. Otra vez el aparato de la piedad; otra vez la diablura de la sintaxis. Otra vez, también, la banalidad portentosa de la censura: reírse de los pocos interesados que puede congregar un escrito y de su pausada elaboración.

Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira. Ésta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor. Al ángel Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión. Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que interpolaron en su nombre la letra he, que lo hizo capaz de engendrar.

Swift, hombre de amargura esencial, se propuso en la crónica de los viajes del capitán Lemuel Gulliver la difamación del género humano. Los primeros –el viaje a la diminuta república de Liliput y a la desmesurada de Brobdingnag– son lo que Leslie Stephen admite: un sueño antropométrico, que en nada roza las complejidades de nuestro ser, su fuego y su álgebra. El tercero, el más divertido, se burla de la ciencia experimental mediante el consabido procedimiento de la inversión: los gabinetes destartalados de Swift quieren propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricación de la pólvora, ablandar mármol para almohadas, batir en láminas sutiles el fuego y aprovechar la parte nutritiva que encierra la materia fecal. (Ese libro incluye también una fuerte página sobre los inconvenientes de la decrepitud.)

El cuarto viaje, el último, quiere demostrar que las bestias valen más que los hombres. Exhibe una virtuosa república de caballos conversadores, monógamos, vale decir, humanos, con un proletariado de hombres cuadrúpedos, que habitan en montón, escarban la tierra, se prenden de la ubre de las vacas para robar la leche, descargan su excremento sobre los otros, devoran carne corrompida y apestan. La fábula es contraproducente, como se ve. Lo demás es literatura, sintaxis. En la conclusión dice: No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahur, de un político, de un rufián. Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están contaminadas por las vecinas.

Dos ejemplos finales. Uno es la célebre parodia de insulto que nos refieren improvisó el doctor Johnson. Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando. Otro es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura. Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia. Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosímil, muy secundario y posiblemente inmoral. Basta la mención más fugaz del nombre de Chocano para que alguno reconstruya la imprecación, oscureciendo con maligno esplendor todo cuanto a él se refiere –hasta los pormenores y los síntomas de esa infamia.

Procuro resumir lo anterior. La sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios o que un soneto distinguido con la flor natural por José María Monner Sans. Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de buenas travesuras. Me olvidaba; tiene además la obligación de ser memorable.

Aquí de cierta réplica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno tomo, página 226). A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: Esto, señor, es una digresión; espero su argumento. (El protagonista de esa réplica, un doctor Henderson, falleció en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra memoria que esas justas palabras: suficiente y hermosa inmortalidad.)

Una tradición oral que recogí en Ginebra durante los últimos años de la primera guerra mundial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo habían condenado a la hoguera: Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad.

1933, Adrogué.

Índice de las fuentes

El atroz redentor Lazarus Morell.
• Life on the Mississippi, by Mark Twain. New York, 1883.
• Mark Twain's America, by Bernard Devoto. Boston, 1932.

El impostor inverosímil Tom Castro.
• The Encyclopaedia Britannica. Eleventh Edition. Cambridge, 1911.

La viuda Ching, pirata.
• The History of Piracy, by Philip Gosse, London, 1932.

El proveedor de iniquidades Monk Eastman.
• The Gangs of New York, by Herbert Asbury. New York, 1927.

El asesino desinteresado Bill Harrigan.
• A Century of Gunmen, by Frederick Watson. London, 1931.
• The Saga of Billy the Kid, by Walter Noble Burns. New York, 1925.

El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké.
• Tales of Old Japan, by A. B. Mitford. London, 1912.

El tintorero enmascarado Hákim de Merv.
• A History of Persia, by Sir Percy Sykes. London, 1915.
• Die Vernichtung der Rose. Nach dem arabischen Urtext uebertragen von Alexander Schulz. Leipzig, 1927.

viernes

There Are More Things

A la memoria de Howard P. Lovecraft

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.

Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.

La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.

Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.

Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.

Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.

El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.

Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.

–Muchacho (Young man) –dijo–, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.

Al rato, prosiguió sin premura:

–Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.

Aquí se detuvo.

–¿Eso es todo? –me atreví a preguntar.

–No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.

Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.

Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.

–Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.

Muy enojado, agregó una mala palabra.

Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?

Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.

Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.

Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el diecinueve de enero.

Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.

Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.

El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.

Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.

¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?

Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.

Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.

La Secta de los Treinta

El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden; está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego. Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar, en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor anónimo:

"... La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.

“Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.

“El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco. Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe? Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en ansiosa perplejidad.

“El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla, todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.

“La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un muro o a veces desde un bote en la orilla.

“El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta, dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.

“Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra. Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues a la exposición de la abominable herejía.

“El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.

“Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra que tiembla y de las tinieblas.

“La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros. Ese nombre fue el primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz –lo escribo con debida reverencia– hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata, involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea, involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los venera por igual y absuelve a los otros.

“No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.

“Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del Firmamento, que el odio de los ángeles..."

El fin del manuscrito no se ha encontrado.